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La discusión por un minuto
La coquista de un miuto contra el acomodador secuaz. Febrero del 2005. Recital entrañable con Georges Moustaki, Paco Ibañez y Marina Rossell en el Palau de la Música. empieza hacía las 9:30 y termina casi a las 12.00 de la noche. las canciones y las voces nos retrotraen a otros tiempos, a los de la utopía y el sueño, a los de la libertad creída y la solidaridad humana. El público llena todos los asientos disponibles. Al terminar, como es lógico se necesita una cierto tiempo para desalojar el fastuoso edificio. Nosotros que hemos estado en la antepenúltima hilera del segundo piso, nos tomamos tiempo permaneciendo en el lugar mientras la multitud va desalojando el anfiteatro. Cuando nos levantamos todavía hay un taponamiento considerable en el hall del primer piso. Decidimos tomar asiento en una de las mesas de mármol de bar. Inmediatamente viene uno de los acomodadores diciéndonos que ahí no podemos estar. Es posible que haya pensado que habíamos decidido montar nuestro campamento o quedarnos como ocupas. Le contestamos que hay un embotellamiento en el pasillo y que en un minuto nos vamos. Antes de pasar ese período de tiempo (recuérdese, son 60 segundos) vuelve el susodicho afirmando que el tapón de gente se ha extinguido y que ya podemos irnos. Nos miramos mi acompañante y yo con cara de perplejidad mientras el “..je declare l´etat de bonheur permanente..” resuena en nuestro oídos, y optamos por no contestar al empleado enhiesto. El mismo, según apenas recordamos, nos ha indicado donde estaba la fila de nuestros asientos. Permanecemos en nuestros asientos. El tipo decide irse, un tanto a la carrera, como si fuera en ayuda de algún pelotón no sé si de grises o gris en cualquier caso, para echarnos a la fuerza.. Pasa el tiempo que habíamos estimado en un principio para que se despejara la escalera de bajada, nos levantamos y marchamos sin tener que andar apretados en las escaleras hasta el vestíbulo de la planta baja. El microepisodio nos da oportunidad de hacer algo de reflexión como tentenpié en tanto vamos en busca de nuestro vehículo. Probablemente el empleado, harto de sinfonías y conciertos, tiene un pentagrama vacío de notas en su mollera y no puede alcanzar la sutilidad sensible de un público devoto de unas canciones y mensajes que forman parte de sus mismas autobiografías. Concedido. Probablemente el hombre, por el hecho de pertenecer a otra generación nacida, algunos con certificados de conformidad entre los labios pensara que la sensibileria de la música tenia otro revés, el de los tramoyistas y currantes físicos que tienen limpio el local donde tradicionalmente la burguesía hay ido a cultivarse con sonidos. Concedido. Probablemente el tipo cobra un sueldo fijo, y cuando antes cierren las puertas de la calle, antes podrá irse a casa y reunirse con quienes más le importan, los suyos y sus familiares, fuera de canciones fuera de tiempo y de lugar, si eso piensa. Concedido. Hay tantas probabilidades que probablemente el acomodador es un santo varón al cual habría que homenajear cada noche tras sesiones de acompañamiento a público, levantar butacas de asientos o indicar donde están los lavabos. Probablemente el acomodador no debería serlo y estar interpretando a Bach en la tarima de abajo. Probablemente el asalariado vive una intensa contradicción en tener un lugar de trabajo en un espacio donde para otros hay un lugar de goce. Probablemente el joven tenga muy claro que trabaja por una determinada cantidad de horas y ni un minuto más y no puede conceder que la gente tras un concierto salga flotando por la música o por las voces. Para nuestro punto de vista, resulta de una nota desagradable que cuando todavía hay gente en los asientos los empleados celosos de sus empleos estén achuchando a la gente para que abandone el sitio. Resulta ser una anécdota sin importancia pero que indica que la gestualidad anticultural empieza en los mismos espacios de culto a la cultura. El bedel de cualquier parte, de un instituto, una escuela de adultos o una facultad o un ateneo es el contrapunto de las sagradas palabras que se dictan entre sus paredes. El portero de hotel, con o sin chistera, es la contraimagen de lo que se supone se tiene como garantía de tranquilidad y control en su interior. El conserje es el símbolo del aduanero de la realidad: el que nunca permitirá contrabandear con la pasión sentimental, con el sueño romántico o con el idealismo social. En definitiva el poder del subalterno, del subordinado, del lacayo, no es el de su rebeldía potencial desde la bajura de su humildad o en su condición de explotado (por mucho que hayamos querido creer en eso)sino la representación de la realidad que hace. Su figura principia la realidad en tanto te recuerda, que no te puedes sentar ni siquiera un minuto - porque emocionalmente lo necesitas por estar bajo la influencia de un concierto apasionante- y te recita la cartilla. Su principio de realidad es tal que te puede malograr los resultados de un acto cultural robusto y echar a perder los 30 euros que has pagado por él. Alternativa: no entrar en el discurso no solicitado y persistir en la actitud propia desde la dignidad del silencio. Puesto que la vida en sociedad está llena de gente que va recordando las normas (o su lectura de las mismas) a los demás, valdrá la pena seguir perfeccionando la técnica de no intervención ante las actitudes tozudas del personal postizo que estropea los decorados hermosos.
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